martes, 17 de noviembre de 2009

El teatro siempre cuenta lo importante - Griselda Gambaro. Nota de Gabriela Gómez

Griselda Gambaro estuvo en Montevideo para asistir al estreno de La persistencia
Narradora, ensayista y dramaturga, Griselda Gambaro (Buenos Aires, 1928) es desde los politizados años 60 creadora de una prolífica obra que se estudia en paralelo con la del dramaturgo argentino Eduardo Pavlovsky (El Sr. Galíndez, Telarañas) por la postura de ambos autores en cuanto a la interpretación de la realidad y su cuestionamiento ético. En 1976 Gambaro debió exiliarse en España, luego de que su novela Ganarse la muerte fuera considerada “contraria a la institución familiar” por la dictadura militar argentina.
-¿En qué rol se siente más cómoda, como narradora o como dramaturga?
-Siempre he alternado la narrativa con la dramaturgia. Empecé escribiendo narrativa y después de algunos años me dediqué alternativamente también al teatro. Al principio incluso adapté, hice versiones teatrales de algunas novelas mías cortas, como Las paredes y El desatino, que inicialmente fueron novelas cortas.
-Su último estreno fue un monólogo, El misterio de dar, basado en un cuento publicado en el año 1968 en Lo mejor que se tiene. ¿El tema ahí es la pobreza?
-No es tanto la pobreza sino qué nos pasa cuando damos -no tanto por solidaridad social, sino por un impulso hacia el otro- aunque no tengamos, cuando damos lo poco que tenemos. Qué le pasa a una anciana que tiene sólo su pensión y que no da con gusto. Da pero desconfía de sus propios sentimientos, teme ser estafada por el que pide, se arrepiente porque a ella tampoco le sobra el dinero. Son sentimientos complejos los que provoca ese misterio de dar, por qué damos, pero finalmente nos enriquece.
-En Antígona furiosa y en La Sra. Macbeth hay una nueva lectura de estos personajes femeninos del teatro clásico. ¿Se trata de renovar este lugar de lo femenino?
-Supongo que en mi obra hay otra mirada sobre la situación de la mujer y sobre ciertas aspiraciones y defectos de una mujer que parte de mi género, no es una mirada neutral. Por otra parte, aunque fuera mi intención nunca podría ser una mirada neutral. Por supuesto, me preocupa en particular la situación de la mujer, pero eso está también remitido a la historia que cuento, que también incluye hombres. Lo que sí sé es que ningún autor sabe si sus obras van a perdurar o si sus obras son valiosas. Pero a partir de mi aparición en el teatro argentino hubo toda una generación de dramaturgas; dramaturgas hubo siempre en el teatro argentino, pero lo de “generación de dramaturgas”, de mujeres que escriben para el teatro y que hacen un trabajo sólido, vino después.
-¿Cómo evalúa el momento del estreno de El desatino (1965), considerada una obra clave para el teatro latinoamericano de las últimas décadas?
-Por una serie de circunstancias se produjo lo que se podría llamar un escándalo con el estreno de esa obra. En primer lugar, porque el teatro argentino en ese momento era del tipo realista-costumbrista. Había toda una generación dedicada a ese tipo de teatro (Roberto Cossa, Gorostiza, Ricardo Halac) y de pronto apareció alguien que escribía un teatro completamente distinto, no dirigido a la psicología de los personajes, a la morfología de los personajes, a las situaciones, al lenguaje. Esa obra, para colmo, se estrenó en el Instituto Di Tella, que tenía fama de esnob en una época muy politizada, así que también influyó que entre todos esos autores hombres surgiera una dramaturga mujer, con un diseño teatral completamente distinto.
-¿Y cuál fue la reacción?
-Siempre tuve una zona de la crítica y del público que me apoyó mucho, y después otra de colegas que no me apoyaron. Esta especie de enemistad duró hasta la dictadura militar de 1976 y se vio dónde estaba cada uno parado políticamente, y esto aclaró también la parte estética. Todos estábamos en el teatro argentino, al final de cuentas. En el 77 prohibieron una novela mía, Ganarse la muerte; prohibiciones de libros hubo siempre, pero en esa época significaban otra cosa. Yo tenía muchos amigos desaparecidos, por mi barrio hacían razzias constantemente y se cortaron los lazos de comunicación con mi público. Dentro de ese clima justificado de paranoia pensé, junto con mi familia, que era mejor dejar el país por un tiempo. Me fui en el 78 y volví en el 81.
-Con respecto a La persistencia, ¿cómo llevaste este acontecimiento tan fuerte al teatro?
-Nunca sé cuál es el impacto que de pronto me lleva a escribir determinada obra. Creo que simplemente fue leer la noticia en el diario, la noticia escueta, fría. Uno está anestesiado con tantas noticias de muerte, y a través de cualquier obra de arte el impacto siempre es mayor, pasa a otra categoría de hecho y además, cuando la obra es buena, sigue llamando a la conciencia.
-Los temas son oscuros: la violencia, la muerte y su persistencia.
-Yo no sé si son oscuros. Pueden ser duros, pero creo que el espectador que va a ver una obra de teatro o el lector que lee un libro siempre obtiene una reparación mediante el arte, que te marca que hay otro que tiene tus mismas preocupaciones o tus mismos dolores, ese compartir solidario que produce una sanación. Uno no recibe sólo la anécdota, recibe algo más allá de lo que se cuenta. Esa sanación es salir con toda esa emoción que uno recibe del escenario o del libro, es salir sanado de la soledad, de la soledad de la condición humana.
-Tu colega Rafael Spregelburd dijo que se sentía liberado del imperativo de los años 80 de “decir lo importante”. ¿Cuál es tu opinión?
-Disiento con la frase. No disiento con el teatro que él hace porque cada generación busca su modo de expresión, de insertarse en el corpus de la tradición teatral, y cada generación tiene su soberbia, la de matar a sus padres. Hay que ver si pueden, ¿no? Él no tiene la obligación y yo no tengo ninguna obligación de contar lo importante, tengo una responsabilidad. Si uno tiene el poder mínimo de la palabra y de la imaginación, tiene una responsabilidad: la de no escribir pavadas. No digo que sea el caso de Spregelburd. El teatro siempre ha contado lo importante. Aun Molière, haciendo reír, contaba lo importante. No hay que ser solemne ni ser siempre dramático, pero el teatro siempre ha dirigido su mirada hacia las cosas que importan. Una mirada con humor, con sagacidad. Ni Feydeau ha hablado frívolamente, no se ha dedicado a los chistes de café en teatro, es otra cosa. Perder ese carácter sagrado, colectivo, en el mejor sentido de solidario, de “agremiar” de los sentimientos. El teatro no es un onanismo. Yo no intento escribir obras éticas. Me salen. Creo que es la personalidad del autor lo que determina el carácter de la obra. Puede salir bien o mal, eso es aparte.

Gabriela Gómez. La Diaria. 12 de noviembre de 2009

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